domingo, 14 de noviembre de 2010
Venía de recorrer el límite
Venía de recorrer el límite
-de haber existido-,
de encausar
el último juicio a la manera de los dioses.
Regresaba de traspasar la distancia
que separa la huella indeleble
de la verdad esquiva,
y sobrevino -sin convocarlo-
el primer impacto.
Fue sordo
inevitable y anónimo
como un hola y adiós
en un cruce cualquiera de caminos:
de tono bajo,
mas sucedió certero aunque inaudible.
Breve el asalto,
presuntamente inócuo e indoloro,
no suscitó oposición
ni alzó en almas la resistencia
la tumefacta persistencia de su abrazo.
Fue de todo menos leve y huraño,
y aunque nada presintiera en ese instante
infartó las cuerdas esenciales de mi existencia:
pobre rudimento humano
del que pende la maquinaria de mis razones
y mis desvelos.
Lo hubiera preferido aurora y no ocaso,
pero no se elige destino
estación de partida, hora o itinerario,
apenas un salvoconducto y un escueto equipaje
para tan largo aunque efímero tránsito.
Fue
-digo-
de afuera hacia dentro
-¿o tergiversé quizás dirección y sentimiento?-
en cualquier caso opaco, profundo
y definitivo al fin,
tanto como taimado.
Ni un sollozo
ni un gemido ni un quiebro: silencio
grave.
Y después otra dentellada y ya una lágrima
y otro golpe y ya el daño
y la herida sucediéndose al zarpazo
y desencajado el gesto
y uno más en los rostros del recuerdo
y aún en la identidad de los sueños
y la mueca desdoblada por el rayo
y mortífera la acerada caricia de sus manos
y más llanto y menos esperanza
y menos aliento y más ausencia
y un envilecido nuevo ataque por certificar la nada
y el desprecio por la vida –mi vida-
y un hálito apenas en mi garganta abrasada por su fuego
y el frío, gélido, coagulado venas adentro
y un silbido siniestro y plano
tras un corazón abatido por un morse sanguinario.
Loja, 13 noviembre 2010
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