martes, 6 de julio de 2010

Presentación de Cristina Pérez, con motivo de la presentación de su novela "La memoria de agosto"




Palabras ofrecidas por Juan María Jiménez sobre Cristina Pérez Valverde, con motivo de la presentación de su obra “La memoria de agosto” en Loja. Centro de Iniciativas Culturales El Pósito. 10 de junio de 2010.

Los pueblos es lo que tienen: un día dejas de ver al niño de pantalón corto que tanta gracia te hacía cuando iba remolón hacia la escuela. Desaparece la niña de repeinadas coletas rubias que tras una mañana de aventuras y lecciones se tornaban en torbellino de pelo y ajetreo. Son esas cosas inexplicables que les hacen invisibles, ajenos, difuminados, transparentes. Pero no es que desaparezcan, no, es que cambian, se transforman, traspasan esa puerta que les conduce, por un pasillo largo y multicolor, a otra vida, tan terrenal como la que tenían pero mucho más interesante. Y regresan inéditos y exultantes y se convierten en materia nueva y plena de posibilidades.
Ocurre con tan pasmosa habitualidad que no nos parece extraño, que no le echamos cuentas, pero llega un día en que lo piensas y sientes como un vértigo de tiempo y espacio que te sofoca y te hace vulnerable y casi obsoleto.
Quien más y quien menos ha perdido la pista a un buen número de esos niños de pantalones cortos y chicas de coletas rubias o morenas que, un día que no lo esperabas, dejaron de ocupar un lugar en tu retina de diario.
Pasa el tiempo y allá cada cual con sus historias. La vida es así de fría y de distante. Sin embargo aún nos queda un hálito de expectación o de sorpresa vivo en nuestras entrañas y ocurre que no olvidamos del todo. Que algo queda en el consciente de nuestro subconsciente. Lo contrario sería un suicidio porque, a ver, qué sería de nosotros sin los demás, sin sus pasos, sin sus dudas, sin sus adioses o sus regresos.
Tal que así iban mis asuntos, los del día a día, los de los sueños hipotecados o ya libres de réditos, los que juegan a confundirte con el ayer el hoy o el mañana. Asuntos algunos irresolubles que nos mantienen en vigilia y otros que, de recalcitrantes y anodinos no dan ni para un bostezo. Vidas, la mía, la tuya o la de cualquiera de vosotros que no sería tal sin la tabla a la que aferrarnos en tantos momentos determinados, la de los besos y los te quieros. Vidas que se revuelven otras veces con la faz hiriente de los agravios o los destierros.
En estas, digo que iba, cuando leí en un periódico algo relacionado con una escritora lojeña, llamada Cristina Pérez Valverde y un libro de memorias o algo así que se desarrollaba un verano.
De Cristina, haciendo un esfuerzo mental, no sin antes extasiarme con su melena rubia lisonjera con un rostro claro, luminoso y bello, apenas recordaba más que de aquella niña rubia de coletas estrafalarias de mis páginas pasadas.
Sin embargo, ese rescoldo de ilusión y aventura que permanece en nosotros me dijo que se trataba de algo importante. Y fui sumergiéndome en la crónica de su parto literario con tan inesperada algarabía que me inundé, plena y conscientemente, en el deleite del comentario.
Sobra decir que busqué pistas, que tracé árboles genealógicos, que dibuje rastros callejeros por dar con sus años adolescentes grabados en la cal de sus juegos.
Reconocí entonces un tiempo parado en mi memoria desde que se marchó de Loja hacia la fascinación de lugares más complejos y divergentes.
Fue entonces cuando supe de su caminar por mundos de aprendizaje y enseñanza, que se convirtió en doctora de Filología Inglesa y profesora titular del Departamento de Didáctica de la Lengua y Literatura de la Facultad de Ciencias de la Educación, en la Universidad de Granada.
De sus traducciones del inglés al castellano de autoras y autores cultivadores  de la literatura fantástica o de su pasión por la influencia celta en la figura del poeta Yeats.
Supe también de sus ensayos y de sus coqueteos con otras ciencias, con otros parámetros, con otras físicas y filosofías. La teoría del caos a la que recurre para tratar de explicar nuestras existencias, y digo bien, nuestras existencias en plural, como plural es la voz que nos invade a cada instante desde dentro de nosotros mismos. Mundos paralelos, mundos que se yuxtaponen y se solapan. Todo un juego que no es más juego que el de la propia vida relatada en tercera persona.
Reconocí después, un poco en orden mi desorden, las voces de sus estancias, reverberé ecos de un tiempo que, en ella, no era pasado ni presente, ni futuro acaso, sino todo en uno, tiempo conjugado en todas las formas posibles. Tiempos de líneas incidentes, paralelas, tangentes, continuas y discontinuas que ya estaban forjando en ella, desde entonces y por siempre el relato de sus desvelos.
Seguro de mi hallazgo lo comenté con cuantos pude y alenté el sueño de compartir sus páginas con nosotros.
Su voz primera tras mi letargo fue segura, decidida, esclarecedora, ilusionante… Confabulados, en mis imágenes de infancia, con sus radiantes mechones, verbos y silencios fueron desmadejando con su voz relatora el perfil de una gran obra, fueron vertebrando la arquitectura de un libro necesario y caí rendido e inmisericorde al socaire de su trama.
De “La memoria de agosto” se ha dicho mucho y bueno, lo mejor lo ha hecho la propia Cristina, con esa cadencia y encanto que sólo una buena madre puede usar para referirse a sus hijos. Pero más allá de los dimes y diretes, de las críticas positivas, de las recomendaciones boca a boca, de las firmas de libros en ferias y presentaciones, lo verdaderamente cierto, lo más auténtico es lo que cada cual obtiene de su lectura, de compartir con Cristina el pulso que le echa a cada instante el amor, la perseverancia, el desengaño, la dicha, los sentimientos, las dudas y los recuerdos.
Lo más acertado es dejarse llevar por ese maquiavélico juego a que la reta la vida y sus aledaños, y como lo encara o lo desafía o lo vence y lo derrota. Y gana el amor, como en toda buena historia, porque en nuestro fuero interno preferimos que ganen los buenos, que a pesar de los pesares podamos conciliar el sueño. Pero en este caso, no es tan manso el león como lo despintan, y antes del final hay que cogerse los machos (como dirían por la calle Tenerías) y sufrir y reir, y sentir, sentir, sentir.
Durante tres semanas, diez mujeres y dos hombres, como aquellos “Doce hombres sin piedad” de Sydney Lumet que protagonizó estelarmente Henry Fonda, han diseccionado “La memoria de agosto”, la han deshojado, la han vuelto del revés, la han revoltilleado por encontrar un inocente o un villano, la han transgredido, la han adoptado, la han observado al trasluz por intuir la culpa o el desagravio.
Doce personas sin piedad que se han enfadado con Belén en muchas ocasiones, pero se han vuelto a reconciliar con su entrega y afán, con su cordura, con sus deseos. Se han embelesado con su poesía, han invocado a los estigmas familiares y sus genéticos desengaños.
Diez mujeres y dos hombres que han viajado en sus itinerarios por lo divino y lo humano,  que no han reparado en lenguas para sacar toda la trama, todo el misterio que dialogan por sus capítulos.
Doce seres, ya con más piedad que venganza, al encararse a Cesar y sus desplantes, a sus desvaríos y circunstancias.
Y el veredicto ha sido unánime. Sin una voz discordante, sin una duda, sin un desatino, sin un pero ni una nota aclaratoria a pie de sentencia: La memoria de agosto no es ni será el libro de una escritora nueva, es la obra de una gran autora, de alguien que lleva toda la vida fijando en el papel de los días la letra clara a veces, y otras oscura, de una existencia plena, sin cortapisas, sin huidas ni renuncios. Una vida lista para ser inmortalizada y compartida, como lo hace con devoción y entusiasmo Cristina Pérez Valverde.